LOICA
Dos Loicas simplemente aparecen, se paran
sobre el mismo cable de luz, y apenas separadas por algunos metros,
chillan bajo el sol llamándose como si no se vieran, hace milenios, por
ninguna parte, y desaparecen.
En otoño simulan ser
pequeños lobos emplumados que con sus pechos bañados en sangre abren
sus picos hacia el cielo, y de una bocanada chirriante, en tres compases
de hierro fundido lanzan al aire toda su altura.
Se
las suele ver en la ciudad, así de solas. Si no es sobrevolando
terrenos baldíos, bajando a los jardines de las casas, y con afiladísima
precisión desenterrando una lombriz de un picotazo para luego de dos o
tres brincos volver a desenterrar otra. La agudeza de su sentido para
dar con su presa subterránea da la impresión de que si ellas quisieran
adivinarían hasta el más remoto y finísimo pensamiento de quien se las
queda mirando. Entonces uno ya no piensa y se queda profunda e
inesperadamente persuadido. Y ella que ignorándole con toda esa inocencia de
pajarraco atento y volátil, repentinamente corre su capa de ceniza
parda dejándole ver su pecho ese, su pecho ese rojo ardido, su pecho
encendido con ese rojo más encendido que tanto nunca jamás se le había mostrado antes, para de un segundo a otro, salir volando como un milagro. Y
todo para dar a cuenta que, con toda su majestuosidad, le permitió
mirar, luego de su pecho ese, sus ojos esos.
Más
precisamente en invierno ocurre que una Loica sola, y ya lo dije, se
comporta como si estuviese acompañada hace milenios, pero buscando a su
compañía. Esto se entienda por no decir que acompañadas se comportan
como si fuesen solas por naturaleza. Y chilla una, y chilla otra, pero
nunca al mismo tiempo.
Y ahí va Loica solamente
acompañada. Y si no se la ve sobrevolar baldíos, o bajar a los jardines,
o posarse sobre los cables de luz a chillar, puede vérsela, cayendo el
atardecer, y cara al poniente, como si calentara su pecho con el último
tizón del día, posada sobre algún alambrado al costado del camino. Por
esas horas su capa revela una luz dorada que parece una nubecita de
tierra invadida por el sol, y su pecho fulge con un tono más amable, más
rosáceo. Se posa sobre el último alambre y hunde su pequeña garganta
bajo su pecho. Y entonces parece un poema. Un rayón blanco se prende
sobre su mirada cada vez más adormecida. Loica y Loica desaparecen con
la noche, mismo rumbo, cada cual por su lado.
Hasta
entrado el verano no se la vuelve a ver. Y esta vez sí, sola. Y
retornando siempre al mismo espía, como un aviso, chilla en la mañana,
bajo el sol abierto. Sabe que la escuchan y que volvió sola. Incluso su
llamado perdió cierta estridencia. Parece una campana. Una pequeña
campana azul boca arriba sonando, volcando sangre fresca. Sangre roja,
como nueva, sobre su pecho.
**
inédito
No hay comentarios:
Publicar un comentario