25 abr 2013




Dibujo: extraído del Fb del autor, Maxi López.
 más de él en:

www.flickr.com/photos/aprendiaescribir/

zepolixam.blogspot.com.ar/



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Dañino

____________________________________A Matias Saldivia.
 

Era más que obvio el desenlace, Dañino estaba aburrido. 

Por eso aparecía, y nos embocaba, así nomás.

Era ese niño, sentado allá afuera, gigante, de unos mil años, jugando con fósforos ¿te acordás?.

Cuando el mundo lo vio acercarse, se supo de él. Asomó su cabezota por el cielo y con un dedo empezó a contar los fósforos carbonizados, estrellados contra la tierra. Los fue juntando, uno por uno, para al final arrojarlos de un manotazo al aire. Volaron todos, se hizo de noche a las cuatro de la tarde.

Y es que Dañino estaba aburrido.

Los fósforos no volvieron a caer jamás. En cambio, Dañino sí, volvió, con otra cajita y un ojo de vidrio. Vaya a saber por qué. La cosa es que volvió. Encendió uno nuevo, lo miró, y lo soltó. A medida que caía, la bola de fuego se desesperaba. 

Algunos fósforos caían encendidos, entonces Dañino tardaba lo que tardase en consumirse la última llama de la casa o el bosque o lo que fuese que se haya prendido fuego, para encender el próximo, con una sonrisa redonda y abierta, sin sacar la mirada de encima del mundo, abriendo la cajita fría y lentamente. Pero a veces, cuando caían al mar, se apagaban con ese ruido y esa velocidad que, como al retrato de una madre, lo hacían mirar la luna quizás por horas y horas y horas y horas. El mundo aprovechaba la distracción y se echaba a dormir. Con suerte, era casi al amanecer que encendía otro, pero antes de arrojarlo movía los labios. Esos fósforos siempre se apagaban mientras caían.

Así semanas enteras o de por medio, embocándonos de prepo en sus jueguitos inocentes, con fuego, era lo que tenía. ¡Así meses y meses, años, décadas! ¡siglos! con Dañino ahí afuera.

Hasta que bueno, Dañino creció y se fue, no se supo dónde, no importó. Reinó la paz y el desaire. El mundo celebró hasta desobedecer, y por lo tanto dejar a su suerte, cierta pequeñísima y casi imperceptible nostalgia sembrada en lo más profundo de su redonda y celeste anatomía; esa nostalgia que poco ahonda en una despedida afortunada, y que sin embargo. 

En fin, una vez supuesto que ya no volvería, que realmente Dañino no volvería, ocurre que en el mundo se inventa el encendedor, se lo prohíbe al niño, y la tasa de natalidad embrutece, todo al mismo tiempo.


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inédito

17 abr 2013

LOICA

Dos Loicas simplemente aparecen, se paran sobre el mismo cable de luz, y apenas separadas por algunos metros, chillan bajo el sol llamándose como si no se vieran, hace milenios, por ninguna parte, y desaparecen.

En otoño simulan ser pequeños lobos emplumados que con sus pechos bañados en sangre abren sus picos hacia el cielo, y de una bocanada chirriante, en tres compases de hierro fundido lanzan al aire toda su altura.

Se las suele ver en la ciudad, así de solas. Si no es sobrevolando terrenos baldíos, bajando a los jardines de las casas, y con afiladísima precisión desenterrando una lombriz de un picotazo para luego de dos o tres brincos volver a desenterrar otra. La agudeza de su sentido para dar con su presa subterránea da la impresión de que si ellas quisieran adivinarían hasta el más remoto y finísimo pensamiento de quien se las queda mirando. Entonces uno ya no piensa y se queda profunda e inesperadamente persuadido. Y ella que ignorándole con toda esa inocencia de pajarraco atento y volátil, repentinamente corre su capa de ceniza parda dejándole ver su pecho ese, su pecho ese rojo ardido, su pecho encendido con ese rojo más encendido que tanto nunca jamás se le había mostrado antes, para de un segundo a otro, salir volando como un milagro. Y todo para dar a cuenta que, con toda su majestuosidad, le permitió mirar, luego de su pecho ese, sus ojos esos.

Más precisamente en invierno ocurre que una Loica sola, y ya lo dije, se comporta como si estuviese acompañada hace milenios, pero buscando a su compañía. Esto se entienda por no decir que acompañadas se comportan como si fuesen solas por naturaleza. Y chilla una, y chilla otra, pero nunca al mismo tiempo.

Y ahí va Loica solamente acompañada. Y si no se la ve sobrevolar baldíos, o bajar a los jardines, o posarse sobre los cables de luz a chillar, puede vérsela, cayendo el atardecer, y cara al poniente, como si calentara su pecho con el último tizón del día, posada sobre algún alambrado al costado del camino. Por esas horas su capa revela una luz dorada que parece una nubecita de tierra invadida por el sol, y su pecho fulge con un tono más amable, más rosáceo. Se posa sobre el último alambre y hunde su pequeña garganta bajo su pecho. Y entonces parece un poema. Un rayón blanco se prende sobre su mirada cada vez más adormecida. Loica y Loica desaparecen con la noche, mismo rumbo, cada cual por su lado.

Hasta entrado el verano no se la vuelve a ver. Y esta vez sí, sola. Y retornando siempre al mismo espía, como un aviso, chilla en la mañana, bajo el sol abierto. Sabe que la escuchan y que volvió sola. Incluso su llamado perdió cierta estridencia. Parece una campana. Una pequeña campana azul boca arriba sonando, volcando sangre fresca. Sangre roja, como nueva, sobre su pecho.


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inédito